PETANCA INTERRUPTUS
Ninguno de ellos era de madrugar, más bien todo lo contrario. No sabían si por ello Dios no les ayudaría pero lo que sí tenían claro es que, bajo el sol inmisericorde de mediodía, ni los plátanos de sombra les calmaban.
Los grupos de abuelos competían por las escasas pistas de petanca de reciente construcción en el parque local. El ayuntamiento había creado un enrevesado programa de reservas online mediante una app para teléfonos <<inteligentes>> que evitaría que las mañanas acabaran como el rosario de la aurora y que los municipales tuvieran que acudir ante improvisados duelos a garrotazos. El orden digital duró el tiempo justo hasta que los nietos se cansaron de la insistencia de sus abuelos para que les gestionasen las reservas de pista mediante dicha aplicación. Los pocos que tenían móviles, y no se los olvidaban en casa o se quedaban sin batería, no pudieron aguantar la presión del resto de compañeros que los rodeaban para aleccionarlos acerca de dónde pinchar, cómo acceder, etc. Al mes, colgaron un folio en la puerta de acceso a las pistas donde, bolígrafo en mano, se apuntaban diariamente. Los que no madrugaban para inscribirse les tocaba jugar con la espalda expuesta a la canícula.
Solo el que tiraba salía a portagayola; el resto, parapetados bajo la sombra de un platanero, charlaba y bebía de un viejo botijo anisado.
—¿Venís entonces esta noche, no?
Julián, uno de los tres solteros del grupo, preguntó al resto de camaradas mientras metía tripa al ver a una señora encanecida que cruzaba el parque y se afanaba para que su nieta, que pilotaba un triciclo multicolor, no se alejara demasiado.
—Anda, Julián, venga, respira, que estás gorderas metas tripa o no —respondió Andrés buscando la complicidad del resto del grupo.
Una mano palmoteó la tripa de Julián, otra le pellizcó el carrillo. Todos rompieron en risotadas. La mujer miró el origen de la jarana y se encontró con la mirada de Julián, con la tripa ya en su posición original, que no tuvo vergüenza alguna en guiñarle el ojo. Ella denegó divertida con la cabeza y asió el manillar del triciclo de su nieta.
—Al Gayarre, ¿no os cansáis de ese sitio? —preguntó Adolfo.
—Lo que quiere el prenda es echarle el guante a la nueva propietaria. Una alemana de bronceado marbellí que ha comprado el garito —respondió Andrés.
—Será mía, esta noche iré directo —intercedió Julián.
—Si no voy yo antes —devolvió el golpe Andrés.
—No lo permitiré, ¡juguémonos quién habla con ella primero! —afrentó de nuevo Julián.
—A una tirada.
—A una tirada.
Adolfo lanzó el boliche al fondo de la pista.
Andrés se acercó a la línea de lanzamiento, apuntó y lanzó la bola. Esta describió un ángulo bajo y se quedó a escasos cuatro dedos del boliche.
—Ya tenemos un ganador —respondió Andrés mientras blandía los brazos al aire.
—Quieto, vaquero —cortó Julián el entusiasmo de su rival.
Julián le dio una chupada al botijo, se limpió los labios con el dorso de la mano y, con el caminar de quien parece que se le ha escapado el caballo, se situó en la línea de lanzamiento. El sol inclemente le golpeó sin cuartel. Sintió un leve mareo al tiempo que una vibración le adormecía el brazo izquierdo. Intentó el lanzamiento con la derecha pero se dobló y cayó al suelo.
La ambulancia entró por la puerta de urgencias seguida de cuatro abuelos dentro de un Ford focus. Cuando se abrieron las puertas del vehículo de emergencias un octogenario, semiinconsciente, con una mascarilla de oxígeno y sendas vías taladrando su cuerpo levantó el brazo derecho. Andrés y el resto de sus amigos pudieron comprobar cómo Julián mantenía la bola agarrada. Con dificultad, y mientras era trasladado al interior del hospital, se ladeó la mascarilla:
—No hemos acabado aún —dijo fatigado el enfermo.
Adolfo volvió al terreno de juego para hacer una fotografía de cómo había quedado la partida por si existiera la posibilidad de retomarla en algún momento. El resto aguardó noticias en la sala de espera.
Los cirujanos advirtieron a Julián de que no podría entrar en el quirófano con la bola de petanca, pero sus quejas consiguieron que, tras una exhaustiva desinfección, le ataran la bola a la mano con esparadrapo para que no se le cayese durante la sedación y se mantuviera en su sitio a lo largo de las cuatro horas de intervención. Ya en la habitación, y durante el postoperatorio, Julián tampoco soltaba la esfera metálica más tiempo del necesario —momentos en los que la depositaba en la mesilla anexa—. Soñaba con un esplendoroso lanzamiento al cielo que la dejase besando el boliche. La recuperación fue lenta y trabajosa.
Adolfo, Andrés y los demás le confirmaron que la rubia alemana de buen porte seguía, puntualmente, viernes y sábado sentada en la barra dirigiendo el local con mano firme. Todos habían cumplido el pacto de no agresión; ninguno se había acercado a hablar con ella.
Llegó el día del alta. La cuadrilla acudió al completo vestida con sus chándales de petanca y se lo llevaron directamente a la pista de juego. La historia del infartado se había extendido entre el resto de aficionados del parque municipal. Aquel día se congregaron cerca de cien personas que se agolparon para ver el desenlace del lanzamiento pendiente de Julián.
En otras circunstancias aquello le habría impresionado, pero ahora, varias semanas después de pasar por el quirófano, se sentía con la fuerza de un titán. Limpió su bola, de la que no se había separado en ningún momento, y se situó en la línea de tiro. Todo estaba como lo dejó aquella lejana tarde veraniega… Y lanzó.
Una mujer alemana, más morena de lo habitual tras el verano, observó cómo un hombre que parodiaba los andares de John Wayne se le acercaba con una mirada fija de autoconfianza y se sentaba en el taburete de su derecha.
—Señora, ¿me permite que le invite a una zarzaparrilla o es usted más de grog?