ATISBO DE DESCANSO
El viaje del verano de 2020 iba a ser EL VIAJE con mayúsculas de sus vidas (y posiblemente el último). Fueron varios años de esfuerzos, ahorros y demasiadas indicaciones a distancia al aparejador para construir la casa que les vería otoñar las canas desde su Cartagena murciana natal a Novella, parroquia del concejo de Cudillero, Asturias. Federico y Nuria siempre nadaron a contracorriente (ahora lo podrían hacer en el mar, siempre que la temperatura y la bravura del Cantábrico se lo permitieran. Y al menos, una vez, desnudos a la luz de la luna preñada. Así se lo juraron en sus bodas de oro en un restaurante de varias estrellas con platos de ocho apellidos michelines).
El negocio familiar del calzado, que había resistido a tres generaciones, no pudo superar la falta de descendencia de la pareja. Pinrelesa les había dado períodos de gran prosperidad y, cuando vinieron mal dadas y la producción de la competencia se fue a China para abaratar costes, ellos se quedaron y crearon una línea de moda dedicada a copiar los zapatos de los protagonistas de películas icónicas de Hollywood, ¡y funcionó! No solo capearon el temporal sino que les alcanzó para comprar un terreno en el camino de La Aguilera s/n, que se suspendía sobre la playa asturiana de Salencia con un caserón antiguo de piedra a reformar incluido, que convirtieron en un desentono de hormigón visto, persianas color zafiro y una cristalera de cuatro metros que introducía el aroma a salitre en el salón de la vivienda; aunque esta no había sido la primera opción de Nuria (ella hubiera preferido una segunda planta que había encontrado a la venta en el mismísimo anfiteatro de Cudillero, pared con pared con el restaurante Los Arcos). Un lugar animado, incluso demasiado, en verano. Federico no atendió a las razones de Nuria. Él quería que la muerte le sorprendiera en su sillón orejero mientras releía por enésima vez las obras completas de Edgar Rice Burroughs y, para que su plan funcionara, su lectura no podía ser interrumpida: en verano por turistas y en inverno por la procesionaria del Imserso. Finalmente la discusión la ganó él y Nuria se quedó sin aquel piso urbano, discreto, recogido, de celeste fachada y balcón de madera con suelo de traviesas con el que cotillearía el latido del pueblo y se sentiría parte de una nueva comunidad. Ella refunfuñó lo justo para hacerse notar, pero no lo suficiente para tensar la cuerda que ninguno de los dos había roto en los últimos cincuenta años.
Federico recibió dos llamadas el cinco de abril de 2020: la primera, del aparejador, que le confirmaba que la vivienda estaba completamente terminada y operativa y que las llaves estaban en casa de Aniceta, la mujer que les iría a limpiar una vez a la semana. La segunda, del farmacéutico, que le informaba, bastante agitado, de que su mujer se había desmayado en la farmacia e iba en ambulancia camino del hospital. Federico no pudo entrar por el protocolo del Covid-19 y se tuvo que ir a casa a llamar insistentemente a la centralita del centro médico en busca de unas noticias que no llegaban. Finalmente le llamaron a las cuatro horas. Nuria, tras un derrame cerebral masivo, acababa de fallecer.
Días después, con la única compañía de una urna funeraria con las cenizas de su mujer dentro de una bolsa de rebajas de Cortefiel, enfiló la A-6. No tenía miedo a que le parase la Guardia Civil por la cuarentena, suponía que con enseñar las cenizas bastaría. Seis horas después, ya en la Autovía del Cantábrico, leyó el cartel de la salida a Cudillero (su nueva casa quedaba todavía a quince kilómetros de allí) y dio un volantazo súbito. Se introdujo en el pueblo, aparcó de cualquier manera sin recordar dónde y anduvo, con pasos perdidos, por calles completamente vacías previas al ocaso inminente. Llegó a la Plaza del Comercio, eje neurálgico de la localidad, donde no encontró más que a dos peatones cabizbajos. La hostelería y todos los comercios estaban cerrados. Superado por los acontecimientos se sentó en los escalones de piedra de Casa Julio, enfrente de la vivienda que se le había encaprichado a su mujer.
Justo antes del crepúsculo se abrió la puerta del balcón de la segunda planta y salió una chica joven, con el pelo recogido, vaqueros y una chaqueta azul marino. Federico entendió que era una comercial de alguna agencia inmobiliaria cuando colocó un cartel con un explícito: SE VENDE. Tras ello, la muchacha entró de nuevo en la vivienda, cerró la puerta y bajó los estores de las ventanas, aunque uno se le resistió y no descendió del todo. Se quedó algo ladeado.
Federico la observaba desde la calle, desolado, aterido de frío y con una casa terminada que ya no pensaba pisar sino para venderla. Echó un último vistazo al balcón del segundo piso y se apoyó en la piedra para levantarse… Un disparo de luz salió por la ventana que no había terminado de cubrir el estor; la bombilla de una pequeña lamparilla se encendía y se apagaba con ritmo azaroso. <<Habría que apretarla>> —pensó Federico.
Las ráfagas mortecinas, propias de una bombilla antigua y superviviente a la tecnología led, se proyectaban en la noche sobre la plaza de una ciudad fantasmal y olvidada. Federico quedó absorto con aquel juego de luces que no comprendía:
“-. / .- — —”
Si hubiera prestado atención en aquel curso de supervivencia en la naturaleza al que ambos acudieron hacía años sabría que aquellos destellos decían: “Te amo”.
La luz cesó cuando, acelerada, la comercial de la coleta salió del portal de la casa. En el mismo momento, Federico resurgió de su sopor y, aún sin entender el mensaje, su cerebro reptiliano se ocupó de ello. Se levantó y se encaminó hacia la chica. Llegó a su altura, se bajó un poco la mascarilla y le preguntó:
—Disculpe, ¿me podría enseñar el piso de la segunda planta? Estoy muy interesado.