Participo en el concurso de relatos #UnaNavidadDiferente de Zenda e Iberdrola. Espero que os guste.
Los villancicos de Fuenteovejuna
En aquella colmena había mucho zángano, alguna que otra reinona y una mayoría de soldados obreros que intentaban pasar desapercibidos haciendo la guerra por su cuenta; hasta que apareció el cadáver, claro. Llegados a ese punto, el enjambre tuvo que tomar una decisión.
Una comunidad de viviendas en las afueras, circunnavegada por anchas avenidas impersonales, semáforos que guiñaban los ojos y se enceguecían a partes iguales, parques infantiles todavía sin experiencia adquirida en chichones y locales emparedados en los bajos de los edificios con reclamos de <<Se alquila>>. Solo una farmacia, una panadería y un bazar oriental evitaban la obligatoriedad de coger el coche rumbo al centro comercial.
La impersonalidad y los saludos mirando hacia el lado contrario, como un certero pase de Guti, daban el relevo al calor de Netflix, cenas de empanadillas congeladas de La Cocinera, biberones de madrugada, llantos en maitines, portazos a media tarde y ruido de trasteros los domingos. El muro de Adriano se extendía en cada rellano de cada planta. Troya se mantenía a salvo detrás de puertas blindadas y sistemas de alarmas contratados a motivados comerciales que exageraban sobre la alta criminalidad de la zona —y la de cualquier otra en la que tuvieran comisión—. Pero incluso aquí, siempre había algún motivado que quería hacer de la Navidad algo digno de Frank Capra.
Entre derramas de las goteras del garaje ocasionadas por una piscina mal impermeabilizada y ofendidos por una voluptuosa morena que saludaba al sol en porretas cada mañana desde su terraza, a Adrián se le ocurrió introducir el asunto del coro infantil de aguinaldos navideños. La recaudación iría destinada a organizar, en verano, un cumpleaños anual para todos los niños de la urbanización. La propuesta fue recibida con cierto entusiasmo. Toda actividad en la que los críos estuvieran entretenidos dentro de El Álamo solía ser bien acogida. El propio Adrián se ocupó de todo. El primer año se apuntaron al coro dieciséis niños de entre 5 y 14 años y sacaron 864€ —a 3,60€ de media por vivienda—. Al siguiente verano se organizó un buen sarao en el que no faltó de nada para los chavales —ni siquiera dos botellas de Negrita y una de Pacharán para los adultos—.
Adrián acompañaba a la escolanía de saldo durante la maratón vespertina del último domingo antes de Nochebuena. Más de cinco horas en las que el equipo titular tenía que hacer varios descansos y algún cambio por deserción o incomparecencia, sobre todo entre los más pequeños. La mayoría de vecinos participaba, aunque solo fuera para pagar el peaje del sándwich de Nocilla que su hijo se comería en verano sin tener que pasar la vergüenza del tacaño.
Todos confiaban en el arqueo de Adrián. Durante el primer recuento, el contable detectó tres monedas que no eran euros <<mira el gracioso>> pensó. Buscó en Internet. Confirmó que eran tres lev de plata búlgaros de 1913. Extrañado, las dejó apartadas hasta ver qué haría con ellas… Y así llegó el siguiente año en el que volvieron a aparecer otras tres monedas en el cepillo; tomó la resolución de averiguar, al año siguiente, quién era el chistoso.
Al tercer año, prestó especial atención. En la cuarta planta del portal siete, una pareja joven y anodina les abrió la puerta. Él, situado detrás la mujer, miraba con indiferencia el coro. Ella, no miraba a los niños, sino a Adrián, con un gesto de ruego infinito que este no había percibido hasta la fecha. Mandó, de inmediato, un mensaje al grupo de WhatsApp de vecinos de confianza: <<problemas en el 7/4. Urgente>>. Dos —incluida La Bestia— acudieron a la llamada mientras el estribillo del <<…sobre campana tres…>> se acercaba al final. El hombre, que asía a la mujer por la espalda, no entendía por qué llegaban dos tipos jadeando escaleras arriba. El villancico llegó al final. La mujer echó las monedas al cesto sin moverse un ápice de su posición —búlgaras sin duda, observó Adrián—.
—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó Adrián. Los ojos de ella albergaban el terror de un mundo que se volvía a cerrar delante de sus narices.
—Perfectamente —respondió el hombre, con sequedad, mientras terminaba de cerrar la puerta.
Pero La Bestia fue más rápida, un fisioculturista que siempre andaba con prisa de aquí para allá con una tartera de arroz, metió el pie entre la puerta y el marco y empujó hacia dentro. Todo se precipitó: ella salió a la carrera rogando por su salvación a lágrima viva; su marido, esputando improperios, empujó a La Bestia para ir en busca de su mujer que pedía asilo detrás de Adrián. La Bestia le levantó del suelo agarrándole por la pechera mientras este pataleaba en el aire. Ambos se internaron dentro de la casa. Llegaron a la cocina. De alguna manera, el maltratador se hizo con un cuchillo de abrir ostras que estaba sobre la encimera y se lo clavó a La Bestia en el omóplato derecho. La Bestia bramó y lanzó a su presa contra la ventana de la cocina para quitarse la puya. Si no le hubieran molestado tanto los olores ni hubiera obligado a su mujer a cocinar siempre con la ventana abierta, en pleno invierno, se hubiera salvado. Pero no, voló cuatro plantas y aterrizó con su cabeza de serrín en un estrecho patio interior.
Tenían muchas diferencias, pero cuando se puso encima de la mesa dar como versión oficial de los hechos la desaparición de aquel sujeto, todos asintieron. De madrugada, un bulto envuelto en varias sábanas, partió rumbo a la finca de un vecino cazador que, casualmente, tenía que ir a dar de comer a los cerdos.
En el cuarto aniversario del coro de villancicos, Adrián contó 4200€ —a 17,50€ de media por vivienda—. La recaudación íntegra le fue entregada, en un abarrotado rellano aplaudidor, a la mujer del 7/4 que había ganado peso en el último año y que empezaba a sostener la mirada de sus vecinos con ligeras medias sonrisas.
Prometedoras medias sonrisas.
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