CONCURSO LITERARIO #VOCESDEUCRANIA DE ZENDA LIBROS – UN HOMBRE DE PAZ

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UN HOMBRE DE PAZ

—Abuelo, ¿qué vas a hacer tú solo en el búnker? —preguntó una niña de ojos azules mientras su madre le cerraba la cremallera del abrigo y le calaba el gorro hasta las sienes.

—Pequeña Lyudmyla, no estaré solo, tengo películas antiguas y mucho que leer… Tolstói, Dostoyevski, Chéjov, Gogol, Pasternak…

—Pues vaya rollo, además esos son rusos, lo sé, lo aprendí en el colegio —interrumpió la niña mientras miraba cómo sus padres seguían cargando la furgoneta.

—Los escritores no tienen nacionalidad. Escriben para todo el mundo, su mensaje no solo va dirigido a sus compatriotas. Además, Aleksandr Solzhenitsyn también es ruso.

—A ese no lo conozco.

—Espera un momento. —El abuelo bajó a la biblioteca del búnker que contaba con varios centenares de libros. Subió con el ineludible jadeo de un fatigado hombre de ochenta y seis años que había sobrevivido a la II Guerra Mundial, al Holodomor de Stalin, al accidente de Chernóbil y al desmembramiento de la URSS.

—Toma. —Le tendió un volumen gastado—. Mételo en tu mochila y no se lo digas a mamá, ya sabes que te ha dicho que solo lo imprescindible y para ella seguro que esto no lo es. Pero para mí y para ti seguro que sí. —Le guiñó un ojo con cariño cómplice.

La niña metió Archipiélago Gulag en su mochila.

—Ahora eres pequeña para entenderlo, pero estoy seguro de que el tiempo, como hace siempre, obrará el milagro —dijo el abuelo Oleksiy.

—Pero yo quiero que me lo leas tú, abuelo. ¿Por qué no vienes con nosotros?

—Porque ya sabes que alguien tiene que ocuparse de cerrar las puertas —sentenció el octogenario.

Lyudmyla conocía de sobra la machacona filosofía de su abuelo, por la cual siempre tenía que haber un responsable que se asegurase de cerrar las puertas para proteger a la familia de bestias feroces y almas perdidas. «Por una puerta mal cerrada se puede colar una pequeña ráfaga de viento y uno nunca sabe lo que puede traer, desde un resfriado a algo peor» repetía incansable Oleksiy. La niña de ojos azules no entendía qué puerta tenía que cerrar su abuelo si todos se iban rumbo a la frontera de Polonia ante el inexorable avance ruso.

Realizó un último esfuerzo para que sus padres hicieran entrar en razón al abuelo, pero solo recibió lágrimas desconsoladas como respuesta.

El pequeño convoy de tres furgonetas partió de la aldea. Catorce adultos y cuatro niños se internaron en una noche salpimentada de copos de nieve en suspensión y deslumbrantes brillos anaranjados en el horizonte.

Oleksiy se quedó solo. Cogió una linterna y procedió a realizar la ronda por las viviendas de sus vecinos para comprobar que las puertas y ventanas de todas ellas estuvieran bien cerradas. Luego volvió a su casa.

A medianoche llegaron dos camiones de transporte con una docena de paramilitares kadyrovitas islamistas chechenos.

La nieve amortiguaba el eco del mascullar de las deflagraciones. El ronroneo de los motores llegó desde lejos. Los chechenos se abrieron en abanico y aseguraron cada casa. Cuando se internaron por las escaleras de la cocina rumbo al sótano de la casa de Oleksiy se toparon con un portón de hierro de un palmo de grosor abierto que daba acceso a un búnker abandonado pero preparado y operativo hasta el último detalle.

El grupo de paramilitares se reunió en la calle bajo la ventisca creando gran alboroto. Subieron a los camiones y salieron de allí rumbo al oeste. A doscientos metros los aparcaron, esperaron media hora y regresaron a la aldea en silencio por la parte trasera de las viviendas. Eran expertos en ratas y eso era lo que buscaban. Ratas que saliesen de su escondrijo pensando que el depredador había pasado de largo.

Una vez asegurada la zona de nuevo el jefe del comando, un inmenso barbudo con cara de demonio condenado a galeras, ordenó que dos parejas hicieran guardia en ambas entradas de la aldea, con relevo a las tres de la mañana —información de la que Oleksiy tomó buena nota desde su escondite—. Los demás se resguardaron en el búnker que algún vecino había dejado atrás a la carrera. Calefacción, camas con sábanas y edredones, baño con ducha, comida seca y enlatada, embutido, quesos e, incluso, una fuente de pampushky recién horneados.

A las tres llegaron los que hacían guardia en busca de sus reemplazos. Se encontraron a sus compañeros disfrutando de las comodidades y viandas del búnker. Los doce hombres compartieron comida y un brindis con vodka. El jefe islamista solo echaba de menos que aquellos aldeanos no hubieran dejado alguna adolescente para que pudieran divertirse.

Él fue el primero en verlo.

La puerta del búnker se estaba cerrando con rapidez, aunque para sus ojos a cámara lenta. Antes de que pudiera elevar un grito, el portón dio un fuerte golpe seguido del sonido metálico de goznes y cerrojos.

«Malditos pueblerinos cobardes» pensó el líder barbudo mientras buscaba con la mirada dónde se encontraba la mochila con el material plástico para reventar aquel inconveniente. Entonces se apagaron las luces, «mal», y se empezó a escuchar un sonido sibilante con aroma amargo, «muy mal».

Al alba ya no nevaba y un sol perezoso se arrastraba entre las nubes. Oleksiy bajó al descansillo del sótano, observó la puerta de hierro atrancada por fuera, abrió el doble fondo del armario donde se había escondido y retiró lo único que se llevaría de allí.

Salió a la calle y cerró la puerta de la casa. En la salida de la aldea encontró estacionados dos camiones. Sacó una botella de vodka de la maleta, le dio un pequeño trago y roció los neumáticos con ella. Cuando a varios kilómetros de distancia se dio la vuelta, la columna de humo seguía elevándose hacia el cielo.

Con solo una muda limpia y sus libros más preciados en una pequeña maleta, orientó sus pasos hacia el oeste. Tenía pendiente leerle muchas historias a su nieta.

Al fin y al cabo Oleksiy era un hombre de paz.

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