Vinieron de muy lejos. Nadie pudo hacerles frente y menos yo, un exconvicto sin oficio ni beneficio a punto de pensión no contributiva.
Exigieron que estuviera todo inmaculado para la visita de sus líderes. El Ministerio de Cultura se puso las pilas. Todos apretaron el culo. Las órdenes llegaron del ministro hasta el último mono: mi hermano. Una semana para dejar impoluto el Museo del Prado. Ellos se llevarían todo lo que quisieran.
Hasta mi hermano, que ya me había dado por imposible después de mis múltiples internamientos, aceptó mi venazo. Era la última oportunidad para redimirme con él. De paso intentaría hacer lo que nadie se había atrevido.
Con el pase de seguridad suplí a mi hermano gemelo. Él me enseñó cómo utilizar la máquina de abrillantar suelos. Siete días para cuarenta mil metros cuadrados. Imposible. Alcancé, tras mucho trabajo, los once mil. Superé mi síndrome infantil de la casa vacía con la ayuda de Metallica en los oídos.
Bruñí la sala 67. Al de Fuendetodos le doblegó la mollera el albayalde de los pigmentos, a mí, ni idea. Le presenté mis respetos. Él y Pollock siempre fueron mis favoritos. ¡Dios los bendiga!
Llegaron de noche. Aparcaron sus naves contenedoras en la puerta del Botánico. Accedieron por la plaza de Murillo. Me imagino que entraron en la sala de las Meninas. Allí dejé varada la abrillantadora. El sensor que instalé debajo detectó el elefantiásico peso del colonizador. Saltó una chispa.
Nada hubiera ocurrido si el suelo lo hubiera encerado con el producto apropiado, pero yo solo utilizo mi mezcla piromántica especial contrastada en la sierra de Gredos.
Desde aquí veo los fogonazos y el estallido de las ventanas. El espectáculo es magnífico.
Saturno terminó devorando a sus hijos.
Solo queda esperar la respuesta de estos seres.
Yo he cumplido.
MANUEL POCIELLO 